Esta es la sustancia de la que está hecha la vida.
Algo etéreo, incontrolable y caprichoso. Qué va y viene cuando quiere, a veces recurriendo en determinadas fechas. Con diferentes formas, sonidos, olores y colores. Hoy es naranja. Y es algo que lo mismo está disuelto en el agua de la fuente en la que te bañas mientras celebras una canción, que te empuja a sentarte a llorar, porque es todo lo que necesitas en ese momento, que se indigna por las relaciones incestuosas de su padre, que te suelta un "Mamá, tú eres gris.", que hace que te partas de risa por una auditoría de baile, que te lleva a negar un abrazo sólo por serle fiel a quien no lo haría, que hace que hables sobre una gaviota que se aguanta la risa mientras intenta transmitir angustia o que te recuerda desde el fondo, a gritos, aunque nadie lo oiga, que te tienes que quitar la camiseta.
Hace seis meses descubrí algo. Pasé tres horas haciendo equilibrios sobre el pico de la A mayúscula de la palabra "adrenalina" y ya no quise bajarme (ahora me río de aquello, pero el concepto "primera vez" pesa mucho). El caso es que este juego de recibir cada día algo nuevo y, después, tener que devolverlo desde ti engancha. Cada novedad, es como un pequeño chispazo seguido de una pregunta. Un "¿Me va a salir?". Un reto.
He compartido esta experiencia con varias personas. Si bien algunas de ellas han ido abandonando la práctica, a día de hoy, reacciono como un resorte a las voces de los que, hace sólo dos semanas, nos sentamos en un escenario vacío a hablar de qué íbamos a hacer. Os escucho. No respondo de la mejor forma posible, pero sí de la mejor que sé. El día en que, sentada al fondo del patio de butacas veía a un par de compañeros poner focos y a otra simplemente merodear, mientras yo oía los comentarios de otros dos detrás de mi, me pregunté cómo había llegado y qué pintaba yo allí. Y me recordé que lo había decidido un tiempo atrás, me dije que si no era capaz de abarcarlo abriese más los brazos y me prohibí seguir postergando el disfrutarlo escondiéndome bajo la manta del miedo. El miedo es como una sombra que te cubre y hace que las cosas que ves parezcan menos nítidas. Así las entiendes menos, las ves menos bonitas y te sacudes la responsabilidad de trabajar con ellas. Me destapé. Resultó que estaba allí y que sabía que no había ningún otro sitio donde prefiriese estar. Que no había paisaje más evocador que aquel escenario de fondo negro, con los dos focos naranjas acariciando la pared del fondo (que seguro que tiene un nombre mucho más maravilloso que "pared del fondo"), con seis banquetas en fila, una carpeta de filtros en la segunda por la izquierda, y una escalera en la parte derecha del espacio.
Ayer, por primera vez, me asomé "como un ente" por el lateral del escenario para decir en voz alta a un grupo de desconocidos las únicas palabras que conocía de antemano. Las únicas que sí formaban parte del destino. Del destino que se había construido hacía una semana... o no. Más allá del momento en que Irene me sonrió y me invitó a subir los tres escalones por delante de ella, estaba lo desconocido, el confiar en lo que te van a dar, en lo que tú puedes sacar de ti y en darle a tu siguiente lo mejor que tienes en ese momento, a ver qué hace con ello. ¡Ah!, y saber que si no es suficiente, la causalidad se disfrazará de casualidad y te llamará por teléfono al escenario. O no saberlo y vivir el lujo de descubrirlo.
Hoy, mientras esperaba a ver el perfil del telón recortado en naranja en la pared y a oír, escuchar, la voz de la niña para asomarme, he mirado a mi derecha y he visto: una burra con ropa naranja esperando a contar una historia; en el suelo, el ramo de flores "más bonito del mundo"; a Iris apoyada contra la pared, con cuidado de no encender la luz y a Elsita. Elsa, son muchas las veces que me siento privilegiada por estar haciendo algo hermoso, miro a mi lado y estás tú. Hoy a Elsa la he visto de soslayo, con la pierna derecha subida al escenario y las manos en la rodilla. He fijado esa imagen, completa, con Iris, con las flores y con la burra, para guardármela para mi, he mirado al techo, he vuelto a darme cuenta de que no sabía que era tan alto y he pensado que era la última vez hasta nueva orden. Ese "hasta nueva orden" es un "no me atrevo a decirlo, pero se ha acabado". Lo que salga después será nuevo. Quizá un revival, de esos, una revisión, un reciclaje u otra cosa totalmente distinta, pero será diferente. Lo que hemos construido, con su forma de construirlo, ha tocado hoy a su fin.
La forma más tangible, ubicable, de dibujar esto es hablar de
Calambur Teatro. No sé ni como explicarlo, y mira que yo tengo carrete donde los haya... Omitiendo fechas y detalles con valor más simbólico que informativo, Steward Peña propuso un curso al grupo de teatro No Es Culpa Nuestra, unos cuántos dijimos que queríamos, se dio el visto bueno y arrancó. Muchos de nosotros no habíamos hecho nunca impro y pensábamos que "¡Ay!, ¡qué difícil!". Así, sin más, porque está todo ahí. El vértigo de no llevar una réplica, el no saber si el compañero sabe lo que estás intentando, el no saber si tú le estás entendiendo a él y el darte cuenta de que tienes manos y no sabes qué hacer con ellas. "¡Ay!, ¡qué difícil!". Hemos llegado a tener conversaciones acerca de cómo podía ser que todos nos sintiésemos el peor de la clase. Así seis meses. Pero, por otra parte, algo que termina cada día con un abrazo, tiene que, por fuerza, ser mejor que casi todo lo demás.
Ayer estrenamos
muestra. La primera impro con público, se dice pronto. Y hoy, pasada la función de ayer, Steward, porque conoce el valor de la confianza y supongo que también un poco porque lo piensa de verdad, ha hecho algunos comentarios muy positivos en el momento clave. Por ser yo como soy, ha sido como si hubiese cogido todo lo que hemos ido aprendiendo durante este tiempo sin darnos cuenta, así como un chirimiri que te ha empapado cuando aciertas a pensar que está empezando a llover, lo hubiese envuelto para regalo, con papel naranja, por supuesto, y nos lo hubiese puesto delante. Por cierto, me encanta como usas el verbo "regalar".
Tengo la inmensa suerte de haber sido muy feliz relativamente a menudo, de haber sido capaz de decidir que iba a serlo. Me las suelo apañar para tirar hacia ese lugar donde parece que todo se siente un poco más, incluso el viento que entra por la ventanilla del coche de tu compi mientras te lleva a casa. Supongo que es el eco de una mariposa que haya echado a volar esta mañana en el Ártico. No volveré a mirarlas con los mismos ojos. Maite, Elsa, Sergio, Irene, Iris y sobre todo, sobre todo, Steward, GRACIAS. Lo que habéis hecho conmigo es yreversible.